Íbamos en el Beetle rojo de M. Ella manejaba y yo iba en el asiento trasero. Brincamos por el parque y me pidió instrucciones: le dije que subiera por la rampa del lado derecho y que inmediatamente después diera vuelta a la izquierda. Era un callejón no tan oscuro. Gente entraba y salía de sus casas pero no logré reconocer rostros, parecían esconderse ante mi presencia. No sabía dónde nos encontrábamos pero sí sabía hacia dónde quería ir. Seguimos el camino y noté que los callejones se hacían más grises. Ya no había gente pero mi miedo se incrementaba. Supe que debía actuar rápido. Bajé del auto, me dirigí a la casa verde del lado derecho e intenté abrir la puerta pero estaba cerrada. Rompí la ventana con el codo y abrí la puerta por dentro. Un sentimiento de logro me ahogó en adrenalina al ver que los cerdos se liberaban y corrían hacia un patio grande, una especie de terreno baldío. Sin embargo, empecé a correr cuando sentí la presencia de alguien. Sin voltear supe que era un hombre quien me observaba y salí corriendo a la par de los cerdos. Trepé la barda que rodeaba el terreno y volteé hacia la casa verde. El hombre era el dueño de esos cerdos libres pero no gritó ni se mostró desesperado, sólo meneó la cabeza lamentándose y me miró. Me quedé paralizada. Al cabo de instantes se acercó a mí, me tomó la mano y brincamos la barda hacia un patio con pavimento gris. Me tranquilicé rápidamente. Nos sentamos lado a lado en un par de sillas que se encontraban dentro de una jaula abierta. Noté que aquél hombre era guapo y me gustó. Vestía un traje girs oscuro y una camisa blanca sin corbata, delgado, alto, nariz larga con el tabique desviado, ojos verdes pequeños y el cabello castaño claro un poco desaliñado. Hablamos pero no recuerdo la conversación, sólo mi deseo de preguntarle ¿quién eres? ¿porqué no me haces nada si soy la culpable de haber liberado a los cerdos que cuidabas? Me tomó la mano izquierda otra vez y supe que todo iba a estar bien.
