Sé que los objetos son sólo eso: objetos.
Sin embargo, con el paso del tiempo hay objetos cuyas formas, colores y esencia se apegan tanto a nuestro carácter que resulta difícil no generar sentimientos hacia ellos y cuando llega la hora de hacer limpieza es inevitable el sentimiento de melancolía. Las cosas van y vienen, la materia no se de crea ni se destruye, pero el hecho de catalogar esas cositas u objetos como basura o deshecho es terrible. Tal vez por eso odiaba cuando mi mamá nos entretenía cada verano revisando nuestro clóset con el fin de hacer espacio y deshacernos de ropa que ya no nos quedara. Me acuerdo perfecto que sentía muy feo meter suéteres o blusas en bolsas sabiendo que ya no entrarían más en mi clóset, que ya no me acompañarían a la escuela o de vacaciones. Este apego a las cosas tuvo su clímax con la Bibija. Cuando nací mi abuelita me regaló una cobija tejida a mano y desde ese día no la solté (literal). La guardaba debajo de mi almohada, cuando llegaba la hora de dormir la hacía bolita y me dormía con ella entre los brazos; nos íbamos de vacaciones si éstas duraban más de cuatro días y bajo esta dinámica pasaron largas primaveras, veranos y años. La Bibija se convirtió en integrante de la familia y fue objeto de burla, bromas (la escondían para ver qué hacía sin ella) y risas pues el estambre empezó a sentir los estragos del tiempo. Empezó a perder hilos, al tender la cama encontraba en pedacitos de ella y para no tirarlos se los regalaba a mi mamá... Hice todo por conservarla; me resistí a perderla de todas las maneras posibles hasta que se me ocurrió contarle a mi terapeuta (a los 23 años) la maravillosa historia de la honorable Bibija. Sobra decir que de la Bibija salieron varios trapitos al sol y eventualmente dejé de buscarla debajo de mi almohada. No fue tan sencillo, me tomé el tiempo necesario para desprenderme y como no sabía donde guardarla ni tenía a quién heredarla, la dejé en una cajita de cartón.
Cuando hice la mudanza a mi hogar no supe qué hacer con ella: dejarla en casa de mis papás donde crecí o llevarla conmigo. La dejé en su cajita, en el clóset, junto con otras cosas.
Recientemente estuve en casa de mis papás haciendo limpieza de esas cosas que dejé atrás. Encontré cassettes, libros de la universidad, apuntes, cuadernos con mis primeros textos (nada malos, por cierto) y la Bibija. La abracé, la olí, me enjugué las lágrimas con ella. Es mi objeto favorito, parte de la historia que traigo bajo el brazo. La traje conmigo a casa y le hice un huequito en el clóset.
Ella entra y yo salgo.
Sin embargo, con el paso del tiempo hay objetos cuyas formas, colores y esencia se apegan tanto a nuestro carácter que resulta difícil no generar sentimientos hacia ellos y cuando llega la hora de hacer limpieza es inevitable el sentimiento de melancolía. Las cosas van y vienen, la materia no se de crea ni se destruye, pero el hecho de catalogar esas cositas u objetos como basura o deshecho es terrible. Tal vez por eso odiaba cuando mi mamá nos entretenía cada verano revisando nuestro clóset con el fin de hacer espacio y deshacernos de ropa que ya no nos quedara. Me acuerdo perfecto que sentía muy feo meter suéteres o blusas en bolsas sabiendo que ya no entrarían más en mi clóset, que ya no me acompañarían a la escuela o de vacaciones. Este apego a las cosas tuvo su clímax con la Bibija. Cuando nací mi abuelita me regaló una cobija tejida a mano y desde ese día no la solté (literal). La guardaba debajo de mi almohada, cuando llegaba la hora de dormir la hacía bolita y me dormía con ella entre los brazos; nos íbamos de vacaciones si éstas duraban más de cuatro días y bajo esta dinámica pasaron largas primaveras, veranos y años. La Bibija se convirtió en integrante de la familia y fue objeto de burla, bromas (la escondían para ver qué hacía sin ella) y risas pues el estambre empezó a sentir los estragos del tiempo. Empezó a perder hilos, al tender la cama encontraba en pedacitos de ella y para no tirarlos se los regalaba a mi mamá... Hice todo por conservarla; me resistí a perderla de todas las maneras posibles hasta que se me ocurrió contarle a mi terapeuta (a los 23 años) la maravillosa historia de la honorable Bibija. Sobra decir que de la Bibija salieron varios trapitos al sol y eventualmente dejé de buscarla debajo de mi almohada. No fue tan sencillo, me tomé el tiempo necesario para desprenderme y como no sabía donde guardarla ni tenía a quién heredarla, la dejé en una cajita de cartón.
Cuando hice la mudanza a mi hogar no supe qué hacer con ella: dejarla en casa de mis papás donde crecí o llevarla conmigo. La dejé en su cajita, en el clóset, junto con otras cosas.
Recientemente estuve en casa de mis papás haciendo limpieza de esas cosas que dejé atrás. Encontré cassettes, libros de la universidad, apuntes, cuadernos con mis primeros textos (nada malos, por cierto) y la Bibija. La abracé, la olí, me enjugué las lágrimas con ella. Es mi objeto favorito, parte de la historia que traigo bajo el brazo. La traje conmigo a casa y le hice un huequito en el clóset.
Ella entra y yo salgo.