El sábado fui a la boda de una persona muy cercana y ninguno de los invitados imaginamos que al ritmo de los Rolling Stones y en medio de la noche el padre del novio sufriría un ataque al corazón. Mientras el mariachi se preparaba para una entrada triunfal, el ruido de los violines y guitarras fue sustituido por la sirena de la ambulancia. El silencio de todos los invitados fue ensordecedor. Ninguno se atrevía a decir nada mientras veíamos desde lejos a los paramédicos hacer su mejor esfuerzo por regresarle la respiración a un hombre cuyas últimas palabras fueron dedicadas a su hijo el día de su boda. Una vez que partió la ambulancia hacia el hospital los familiares y amigos nos despedimos con un gran dejo de tristeza, consternación y preguntas cuya respuesta no ha llegado todavía a nuestras almas. De un segundo a otro la fiesta se convirtió en funeral. De un segundo a otro un hombre cayó al suelo y transformó la vida de ochenta personas a su alrededor para siempre.
Regresamos a casa llenas de insomnio y sin palabras que decir; las imágenes repasaban nuestra mente una y otra vez como si eso lograra ponerle un orden al caos de una noche trágica. Ella y yo nos miramos un rato sin decir nada y hasta el día de hoy logramos desahogar la pena tan grande que nos revolvió la cabeza durante todo el fin de semana. Me siento rara, triste, sacada de onda. Aunque he dejado de hacerme tantas preguntas no puedo dejar de pensar en la forma tan cabrona que a veces tiene la vida para darnos lecciones. Siento que en este instante existen otras ochenta personas replanteandose la vida de ochenta maneras distintas en diferentes lugares del mundo. Todo esto ha sido una pequeña transformación universal donde yo estuve y a partir de donde mis ojos se volvieron a abrir al pequeño gran cosmos que yace debajo de mi esternón.
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