Ya pronto viene mi cumpleaños.
Con él vienen de la manita el de mi mamá y el de mi amorcito.
Todo el mismo día. Junto con pegado.
Con trescientos sesenta y cinco días para elegir, las tres festejamos en las mismas veinticuatro horas. Me gusta pensar que es casualidad, que al universo también le sorprede tanta coincidencia.
Con él vienen de la manita el de mi mamá y el de mi amorcito.
Todo el mismo día. Junto con pegado.
Con trescientos sesenta y cinco días para elegir, las tres festejamos en las mismas veinticuatro horas. Me gusta pensar que es casualidad, que al universo también le sorprede tanta coincidencia.
Y cada año, ya bien entradito en días el mes de agosto, yo me lleno de energía con matices de reflexión. Suelo mirar en retrospectiva aquellos acontecimientos importantes, audito mis laberintos internos y hago mi cierre fiscal ante el espejo. Una amiga decía que este proceso es similar al de Rosh Hashaná ya que a partir de esta fecha defino de alguna manera aquello que deseo conseguir el próximo y recapacito sobre el aprendizaje del año que empieza a terminar. Esto me toma varios días dada la importancia y se vuelve un trabajo interno a veces difícil pues los sentimientos afloran sin control, me envuelve la vulnerabilidad típica de fin de año y no logro poner en palabras todas las emociones como me gustaría. Sin embargo, el resultado de este análisis es siempre positivo, propositivo.
Me aventuro a decir que con los años incrementa la intensidad de mis días aunque sé perfectamente que esto yo lo he provocado a mi ritmo de introspección y con el esfuerzo al no detenerme ante los demonios que aparecen por las noches pidiéndome que tire la toalla, que ser tan conciente de mi realidad es mucha responsabilidad. Me esforcé tanto que las voces de exigencia dejaron de gritar y el miedo ante lo desconocido me ocupó la mente varios meses hasta que mi equilibrio emocional salió a flote. Dejé atrás el deber ser, dejé atrás aquello que yo sería con el paso de los años y dejé atrás mis prejuicios. El duelo ante mi cambio de piel trajo consigo días de soledad, días de incomprensión, días de preguntas que no me atrevía a contestar, días de replanteamientos constantes. Y luché contra estas capas que no me permitían verme completa hasta que las piezas empezaron a acomodarse... El proyecto de independencia se construyó; empecé a llenarlo con un refrigerador, cuatro sillas, una cama y mi ropa. Luego vinieron los regalos, visitas y ahora es un hogar, mi hogar. Mientras tanto, el proyecto personal encontró la voz de mi congruencia y reafirmación. Yo pedía amor, lo pedí con todas mis fuerzas. Me comprometí en buscarlo, encontrarlo y cuidarlo. Lo encontré una vez que perdí el miedo a que viniera vestido de mujer... Y así fue como llegó. Así es como lo vivo todos los días. Así es como me siento en plenitud.
Casi trescientos sesenta y cinco días de trabajo personal, de revolución.
Estoy orgullosa del camino.
Ha sido todo un año dedicado a una sóla cosa: ser más yo.